
Paseo por una calle comercial de mi ciudad a cientos de kilómetros de la tuya. Camino distraída, absorta en mis pensamientos hasta que una tienda de flores y plantas llama mi atención.
Abro la puerta y me adentro en ese universo de olores en el que mi olfato consigue distinguir uno en concreto que me traslada a tu cocina.
Sonrío, toco una hoja de hierbabuena y acerco los dedos a mi nariz. Cierro los ojos y te recuerdo.
Tus movimientos eran lentos y ejecutabas cada acción con mucho mimo. Lo más importante – decías – es el ritual. Despacio, encendías la vieja cocina de gas y colocabas un cazo con agua para hervir. Luego, con gestos mil veces ensayados, preparabas la tetera traída desde Rif e ibas añadiendo los ingredientes prestando mucha atención.
Primero una base de azúcar moreno, luego las hojas de hierbabuena y finalmente el té verde.
Lo dejabas infusionar mientras me contabas que había que servirlo 3 veces. De la tetera al vaso y del vaso a la tetera. Y a la tercera, nos lo bebíamos, caliente, como nuestras charlas, suave, como nuestras miradas, dulce, como nuestros besos.
La cocina se inundaba de aroma a menta y té, el mismo aroma que estoy disfrutando ahora.
¿Desea algo la señora? – La dependienta me devuelve a la realidad.
Hoy no, le contesto. No voy ahora hacia casa, pero mañana volveré.
Y así será, mañana volveré, a la tienda y a tu cocina.